En el Huembes, tal vez el mercado más “bonito” de Managua, se encuentra el mejor lugar para la compra de artesanías en la capital. En éste convergen las piezas artesanales de la mayoría de los pueblos artesanos, como San Juan de Oriente, Catarina y Masaya, desde donde semanalmente llega mercadería. Fue aquí, en medio de jícaras y canastos, que nos encontramos a doña Aura Lila, una de las managuas que nos comparten su historia.
Al igual que muchos –nos cuenta–, empecé el negocio como vendedora ambulante. A comienzos de los ochenta, recién inaugurado el mercado, los artesanos de los pueblos blancos ocuparon los puestos para vender sus artesanías. Yo les llegaba a “quitar” la mercadería para venderla por el Centro Comercial Managua. En aquel entonces estaban de moda el bolso de chagüite, yo llevaba costureros de caña, aros para bordar, alfombras de cabuya, maracas, ¡todo lo que me pudiera guindar en los brazos!
Después de un año me empezó a enamorar un CPF, diciéndome que si no me iba con él no me dejaba entrar más al centro comercial. Yo le conté a una amiga del mercado y ella me dijo que me viniera para acá, porque los artesanos se estaban regresando a sus pueblos, era gente impaciente y querían la plata ya. Y así terminé aquí.
«He sacado adelante a mis hijos a punta de canastitos»
Aura Lila Díaz
Me sentí alegre, porque pensé “ahora sí voy a tener un lugar estable”. Antes me sentía frustrada porque como ambulante una se pone en un lugar y la corren, así que aquí uno siente más seguridad. Yo había sido vendedora ambulante toda mi vida, mi mama vino de Juigalpa pequeñita, mi abuela la regaló. Nosotros, sus hijos, siempre la empujamos. Vendimos sandías, tomate, chiltoma, cebolla. De todo. Por eso a mí me dan pesar los que venden cebolla y tomate, a veces aunque ya tenga en la casa les compro su poquito porque yo sé lo que es eso.
Antes de venir aquí no conocía nada sobre las artesanías, y este es un trabajo en el que se aprende sobre la cultura. Uno va aprendiendo de dónde viene esto o de dónde viene aquello. Ahora que tengo treinta años y pico por acá, hasta he aprendido a hacer de estas cosas –dice mientras enseña un güipil que está decorando–. Yo he aprendido sola, a partir de las cositas que veo en el periódico. También desbarato y vuelvo a hacer las cosas que compro para aprender, así es este negocio, me ha costado pero lo he hecho –dice señalando los vestidos bordados que cuelgan en el techo–.
Hoy no me quejo porque yo me mantengo, salí adelante. Aunque yo no fui a la escuela, mis hijos no tienen de qué quejarse; lo tuvieron todo. Porque el papá les salió como mi papá, me dejó, era borracho. Cuando me vi grave con la última niña que tengo, la empleada que tuve se metió con él. Y eso me dolió porque yo me vi bien mal, me operaron. La muchacha quedó aquí –en el tramo–, entonces él se metió con ella. Yo no le veo nada de mal que te hayás metido con ella, le dije yo, pero ¿sabés cuál es el problema? Que lo de tus hijos te lo comiste, y eso no es de un hombre.
Yo hasta tuve chikungunya, he quedado afectada en una rodilla, me quiere dar calambre, los dedos del pie se me abren y yo no quiero quedar en una silla de rueda, por ahí se me ha metido. “Y cómo voy a hacer para ir al mercado”, es lo primero que pienso. Y veo a las señoras y digo “¡ay, esta señora! No debería andar de aquí para allá”, pero yo creo que voy a ser como esas señoras.
Testimonio de Aura Lila Díaz, recuperado por Francisco A. Soza
Comentairos 1